Colombia vuelve a estremecerse ante un discurso que huele a guerra: el precandidato Santiago Botero no solo reivindica el legado paramilitar, sino que bautizó a sus seguidores como “Templarios”, un nombre que evoca violencia, fanatismo y terror criminal.

Colombia vuelve a estremecerse ante un discurso que huele a guerra: el precandidato Santiago Botero no solo reivindica el legado paramilitar, sino que bautizó a sus seguidores como “Templarios”, un nombre que evoca violencia, fanatismo y terror criminal.

Botero ha reiterado su admiración por Carlos Castaño, jefe máximo del aparato paramilitar responsable de miles de crímenes de lesa humanidad, y sus palabras no se quedan en una provocación aislada. Son coherentes con una visión que romantiza la violencia, glorifica a los perpetradores y normaliza la idea de “cazar bandidos” desde el poder. En ese marco, bautizar a sus seguidores como “Templarios” no es un simple gesto simbólico: es una declaración política que evoca estructuras armadas, fanatismo y una lógica de guerra contra el que piensa distinto.

La historia pesa. Iván Roberto Duque, alias Ernesto Báez, ideólogo de las AUC, lo dijo sin rodeos antes de morir: el paramilitarismo no desapareció, solo se desmovilizó su ala militar. Su cultura quedó sembrada. Hoy, el discurso de Botero parece confirmar aquella advertencia. Defender abiertamente a uno de los mayores responsables de masacres, desplazamientos forzados y terror sistemático, más de 2.113 masacres atribuidas a grupos paramilitares, según la Comisión de la Verdad, no es una opinión cualquiera: es una afrenta a las víctimas y a la memoria del país.

El libreto es viejo. En 1989, el propio Báez, con apoyo de estructuras paramilitares, ganaderos y empresarios, intentó darle un barniz político a la guerra fundando el Movimiento de Reconstrucción Nacional, Morena, incluso con alianzas neonazis. Hoy, décadas después, Botero desempolva esa misma fórmula: discurso antisistema, exaltación de la violencia, enemigos internos y una base que se autodenomina como una orden casi religiosa.

El asunto se vuelve aún más perturbador cuando se cruza con la realidad criminal internacional. Mientras Botero habla de “Templarios” y promete grupos especiales pagos por resultados, las autoridades advierten sobre la posible llegada a Colombia del cartel mexicano Los Caballeros Templarios, una de las organizaciones más violentas de América Latina. Minas antipersonales, drones armados, rituales de terror y control social a sangre y fuego son parte de su historial en Michoacán. El eco es inquietante: mismo nombre, misma lógica de cruzada, mismo desprecio por la vida.

Lejos de moderar el tono, Botero redobló la apuesta al presentar a su hermano Yonatan Botero como candidato al Senado, anunciando sin ambages que será quien “defienda a los Templarios en el Congreso”. En un video difundido en redes sociales, lanzó un llamado que hiela la sangre: “Templarios, les tengo buenas noticias. Estamos tomando decisiones para que Templarios sea una realidad en el 2026. Y hoy les presento al que va a defender a los Templarios en el Congreso de la República, mi hermano Jonathan Botero. Nuestro primer golpe será el 8 de marzo, donde Botero será el senador mas votado de Colombia”. Y remató con una arenga que mezcla religión, guerra y política: “Todos acuartelados. Tomemos los celulares, pongamos en el estado, mandemos videos, familiares, amigos, conocidos. Rompamos el sistema de la mano de Dios con Botero presidente y Botero senador. Porque los templarios, solo de rodillas ante Dios, de frente contra los del balín”.

No se trata solo de retórica incendiaria. Es el mismo lenguaje que durante décadas justificó ejecuciones extrajudiciales, persecuciones políticas y asesinatos de líderes sociales. Es la doctrina del enemigo interno reciclada para las elecciones de 2026.

La coincidencia no puede ignorarse. En momentos en que la Defensoría del Pueblo alerta sobre la presencia de carteles mexicanos como Sinaloa y Jalisco Nueva Generación en el país, y cuando se advierte que Los Caballeros Templarios buscan expandirse hacia territorios colombianos, un precandidato presidencial decide llamar “Templarios” a su movimiento y hablar de mercenarios, pagos por resultados y “cazar bandidos”. En un país con heridas abiertas, eso no es marketing político: es gasolina sobre el fuego.

Colombia ya conoce el precio de jugar con estas ideas. Las víctimas lo recuerdan todos los días. Por eso, el proyecto de Botero no aparece como una novedad excéntrica, sino como la reencarnación de una cultura paramilitar que se niega a morir y que hoy intenta colarse por la puerta de la democracia, envuelta en discursos de fe, orden y violencia.